Algunas preguntas sobre mercado, políticas, gobernanza y participación en la cultura

La participación efectiva, sostenida y comprometida de los ciudadanos en la cultura constituye uno de los mayores retos que la sociedad española tiene frente a sí. Se trata de un desafío tan difícil como fascinante, que ha de abordarse sin los sectarismos ni la demagogia que suelen impregnar los debates sobre esta cuestión.

Para ello es fundamental reflexionar sobre la inercia mercantilista que está marcando el curso de los últimos acontecimientos y plantear algunas cuestiones relevantes para la sostenibilidad de la cultura.

Hay que reconocer que, a pesar de que las personas son el fin último del trabajo en cultura, las políticas culturales de las últimas décadas han traslucido un cierto paternalismo en lo que se refiere a la participación de los usuarios.

Esta tendencia no ha venido dada tanto por facilitar lo que se creía que culturalmente era bueno para la sociedad, sino por creer que sólo una élite cultivada, consciente y poderosa era la que estaba capacitada para hacerlo.

De esta manera, el sector cultural se ha mostrado tradicionalmente ensimismado en su ámbito de expertos y evitando la potencial participación de los ciudadanos. Ha sido su forma de hacer frente a la baja calidad a que, a priori, abocaría dejar la cultura en manos «de la calle» y supeditarla a unos gustos y deseos presumiblemente cuestionables.

Este modelo de «neo-despotismo ilustrado» ha sido utilizado para combatir los riesgos del «pan y circo» a que llevaría la libre voluntad ciudadana de una España de posguerra terriblemente necesitada de cultura. Ahora, un importante número de los llamados «agentes culturales» reclaman cambios a este respecto.

Sin embargo, y como consecuencia de la escasez de inversión en cultura de los últimos años, el modelo que se impone en la actualidad podría definirse como el del «despotismo mercantil».

Esta forma de gestión de la cultura equipara frases como «el mercado manda», a «el mercado sabe». Esto es, a juicio de muchos, una importante perversión de lo que la cultura ha de suponer en las sociedades y en la vida de las personas.

¿Sabe realmente el mercado lo que la gente necesita? ¿Hay que dejar al albur de los vaivenes de la oferta y la demanda económica la responsabilidad de qué es lo que se debe y no se debe apoyar en cultura? Es más, teniendo en cuenta que el mercado se compone de personas, ¿evita la participación ciudadana una visión mercantilista de la cultura?

El sueño de la razón produce monstruos

Es fácil llegar a la conclusión de que lo que incapacita para realizar elecciones libres y fundamentadas en materia cultural es, precisamente, la falta de experiencias culturales. De lo contrarío habría que plantearse que, por ejemplo, para decidir las políticas culturales de fomento de la lectura se debería confiar en el criterio de personas que no leen.

Así pues, detrás de la cuestión de si en cultura hay que dar a la gente lo que la gente quiere, se sitúa otra de mayor calado que plantea si los ciudadanos están o no preparados para escoger. Esta es exactamente la cuestión a tratar sin tener que enfrentarse a demagogias, sectarismos o actitudes condescendientes.

La crisis de la cultura en España no radica en sus problemas de financiación, sino en la falta de políticas culturales estables que aseguren una sostenibilidad que no sólo es económica y que afecta a la capacidad de elección de los ciudadanos.

La sostenibilidad de la cultura comprende la demanda, entendida esta como el público usuario. Si no, aunque hubiera suficiente dinero, ¿por qué se habría que apoyar económicamente una actividad (la cultura) si la gente no la demanda?

Es un error situar a la economía cómo el elemento central sobre el que ha de pivotar cualquier discusión referente a la crisis de la cultura, y urge tomar conciencia de ello.

El filósofo Rafael Argullol lo expresaba recientemente, relatando la explicación que le había dado un editor sobre la razón por la que había descendido la venta de libros en España:

«…el problema —o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad…»

La demanda, otra distinta de la del mercado económico, es la clave. ¿De verdad quieren los ciudadanos tener experiencias culturales? ¿Qué importancia le están dando en sus vidas? A juzgar por los resultados que se desprenden de la Encuesta de hábitos y prácticas culturales en España 2010-2011, parece un hecho que no siempre se quiere lo que se necesita.

El presentismo cultural

En su relato sobre los pseudolectores y pseudoespectadores (los ciegos mirones de la sociedad de la imagen), Argullol relaciona la falta de calidad de la lectura y de la mirada, con la falta de tiempo. «Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inversa a la captación del sentido», escribe.

En cultura, el tiempo es mucho más importante que el dinero (Vid. ¿Sin dinero para la cultura? Dos medidas gratuitas para hacerla sostenible), pues constituye uno de los pilares en torno a los cuales se articula la experiencia cultural. Sin embargo, el tiempo es precisamente uno de los bienes más escasos de la sociedad contemporánea. La inflación de su valor ha causado estragos en la forma de programar y experimentar la cultura durante las pasadas dos décadas. Lo señalaba Vicente Verdú ya hace años en La larga cola del museo:

«Uno de los fenómenos más chocantes del turismo de masas es la visita a los museos. ¿Quién podría haber previsto en el interés de la cultura de masas un nuevo culto a la cultura? ¿O se trata de otra cosa? ¿De una programación que iguala la postal a la visita y la virtual genuflexión en la catedral a la rauda persignación ante el cuadro? (…) el turismo contemporáneo en sentido estricto requiere un aire cultural para legitimarse ante un turista que no sólo desea viajar sino recibir la impresión de que se instruye».

De ello se desprende que, para invertir en cultura, es necesario invertir en tiempo. Por esta razón, la racionalización de horarios, la flexibilidad en las jornadas de trabajo y las políticas de conciliación han de incluirse como elementos necesarios para alcanzar una cultura sostenible en España.

De lo contrario, y aunque pueda parecer obvio, no habrá suficientes personas que puedan disfrutar la importante producción cultural de España, independientemente de los presupuestos asignados, las políticas de precios o la calidad de las propuestas.

Cultura ¿somos todos?

Pero la demanda de cultura no sólo requiere de estos elementos, sino que tiene que ver con el nivel de compromiso y de implicación de la sociedad. España no cuenta con una tradición de participación cultural consolidada y apoyada desde las instituciones.

De esta manera, resulta difícil esperar que la sociedad española valore y apoye la cultura, pues difícilmente sus diferentes agentes se pueden haber sentido interpelados a participar en su construcción social y a obtener un sentimiento de apego y de afiliación.

El reciente Pacto por la Cultura 2015, promovido por la Federación Española de Asociaciones de Gestores Culturales (Feagc) y presentado en marzo de 2015 en el II Congreso de la Cultura, destaca la importancia de conseguir «una mayor centralidad de la cultura en la agenda social».

Un desafío imposible de alcanzar sin una mayor implicación por parte de todos los grupos de interés: profesionales, ciudadanos, administración pública, empresas y organizaciones.

Por eso, tal como establece este Pacto en varios de sus compromisos, es necesario promover esta deseada implicación y participación. El reto es definir cómo se ha de hacer.

De manera distinta a lo sucedido frente al Despotismo Ilustrado, cuando la cuestión radicaba en si los cambios habían de hacerse desde abajo, vía la revolución de las masas, o desde arriba, por una élite instruida que efectuaba los cambios orientados a la formación de la masa no ilustrada; ahora el planteamiento se está haciendo desde los presupuestos de colaboración y horizontalidad.

En la actualidad, la creciente demanda social de participar en las instituciones y los numerosos diagnósticos sobre la conveniencia de que así sea, hacen creer que la participación de los ciudadanos constituye la piedra angular para la sostenibilidad de la cultura.

De hecho, es una tendencia que ya se está articulando a nivel europeo mediante el programa The Voice of Culture, un marco de diálogo estructurado entre la Comisión Europea y los grupos de interés de la cultura, que persigue promover la diversidad cultural y el diálogo intercultural en el ámbito europeo como parte de los objetivos de la Agenda Europea de la Cultura 2007.

No obstante, es necesario advertir que algunas instituciones culturales de España están fagocitando esta reivindicación ciudadana de participación cultural adoptando un discurso, más dialéctico que factual y que en realidad sólo consideran a quienes se muestran afines a sus programas y refuerzan líneas preestablecidas de trabajo.

Un viento al que también se han apuntado algunas formaciones políticas que, a la hora de la verdad, regatean muestras de una deseable confianza y garantía de compromiso con lo que los ciudadanos les puedan aportar.

Esta confusa situación contrasta con la larga tradición de la que gozan en España numerosas estructuras de participación ciudadana en la cultura y que, sin embargo, están siendo ignoradas en esta actual ola colaborativa. Podrían citarse las asociaciones de amigos de los museos (articuladas en España por la Federación Española de Amigos de los Museos, FEAM; vid. Amigos de los museos. La utopía de la sociedad civil hecha realidad), además de las vinculadas al ámbito de la lírica, como los célebres Amics del Liceu, o los clubs de lectura por citar unos pocos ejemplos.

Por otra parte, la verdadera participación abierta y plural de la sociedad también exige que muchas de las organizaciones culturales españolas resuelvan sus importantes deficiencias en materia de transparencia, rendición de cuentas y definición de políticas de buen gobierno.

Jeremy Nicholls, director ejecutivo de la Social Return on Investment (SROI) Network, defiende en su artículo People, Power, and Accountability, que «medir el impacto social consiste en dar poder a aquellos a quienes afecta el trabajo de una organización».

Es quizás esta resistencia a ceder poder a quiénes verdaderamente les corresponde, lo que hace que a las organizaciones culturales españolas les cueste tanto rendir cuentas: dar explicaciones a los ciudadanos sobre cómo se gobiernan, qué decisiones toman, quiénes lo hacen, qué hacen, cómo lo hacen, qué resultados obtienen y si están o no cumpliendo con su misión.

Por otra parte, tal vez por la responsabilidad que conlleva ejercer ese poder sea por lo que -a la hora de la verdad- ni los ciudadanos, ni siquiera los profesionales, estén participando como sería deseable en la definición de una nueva gobernanza de la cultura.  Puede que por eso tampoco estén exigiendo más activamente, transparencia y rendición de cuentas a las organizaciones culturales.

Por eso cabe preguntarse, ¿de verdad quieren los ciudadanos participar en la cultura? ¿Sería posible la cultura como ámbito de libertad, expresión y desarrollo sin la participación ciudadana? La respuesta (y la responsabilidad) está en manos de cada persona.

Por Pilar Gonzalo
@PilarGonzalo
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