Ricardo Menéndez: Palabras para William

HAZ28 marzo 2012

Escritura, bendito oxímoron: sol negro, luz tenebrosa, relámpago oscuro sobre el blanco primordial de la página. Me pregunto cuál sería la primera palabra que allá, durante los años irrecuperables, estancias del tiempo que nunca regresa, escribí conscientemente.

Lo hago mientras admiro la mano de William –el niño bogotano que solo ahora comienza a descubrir el poder de los símbolos, esas runas garabateadas, tan parecidas a huellas de insectos, que prodigiosamente se apropian del mundo mediante el expediente de nombrarlo– perfilar, con la inocencia de un dios en su día augural, esta frase imposible: «Mi sueño es srer», pues incapaz aún de escribir correctamente el verbo por antonomasia, aquel que contiene al resto de palabras en su flaco enunciado, la escritura cobra de pronto una dimensión misteriosa, como si, al dictado de esa pequeña mano, que agarra todavía el rotulador con un resto de torpeza, los demiurgos del cosmos fueran convocados al aquelarre de la significación.

Actores avezados, en su conciencia es siempre presente: «ahora», «aquí», «mío». Es el egoísmo del instante, del solipsismo más aguerrido, aquel que solo la educación y la madurez derrotan, nunca he sabido si por suerte o por desgracia.

Antiguo gestor de la basura y del excremento, habituado a malvivir de lo que una sociedad opulenta regala en forma de cartones, chatarra o plástico, William, nacido en los márgenes del mundo, allí donde la vida no es un fin en sí misma, sino apenas un medio hostil, ha abandonado hace poco el traqueteo del flaco, agotado caballejo, por ese otro temblor no menos emocionante que consiste en resolver sumas, marcar sobre un mapa desnudo los nombres de valles y cordilleras o, sencillamente, ver escrito su propio nombre con la misma mágica ligereza con la que el vaho dibuja continentes sobre un vidrio.

¿Acaso soy eso yo, se habrá preguntado todo niño –Abraham, Yuri, Jean- Philippe, Tomoko, Marta, Francesca– al ver su nombre escrito por vez primera? ¿Transcurro yo ahí, en la extensión de esas siete letras que proclaman al que desee oírlo quien digo ser: William, el hermano de Julio, el hijo de mi padre y de mi madre, el muchacho de 12 años que ha cambiado la pedagogía del caballo por las infinitas posibilidades de la pizarra? ¿Es posible que la vida –la vida privada de los objetos, la vida íntima de los animales, la vida derramada de toda esa plétora que no somos «nosotros»– quepa en esos caracteres, tan frágiles como a la vez tozudos, en los que la escritura se encarna? Confiesa William, en una entrevista en la que su timidez pugna con la desenvoltura que todo niño conserva, que de mayor quiere ser soldado para combatir a los «hombres malos».

Quizá sea una esperanza de biempensante acomodado pensar desde aquí, desde el otro lado del mar y de la página, desde el otro lado también del bienestar, que ese enunciado se pueda transformar mañana en otra profesión y en otra vocación, que el día de mañana William se convierta, por ejemplo, en fotógrafo, jardinero o médico, cambiando el fusil por la Leica, el herbario o el estetoscopio.

En todo caso, mi experiencia me ha enseñado que, en ciertas partes del planeta, la cultura es todavía un instrumento de emancipación, no un traje que ocasionalmente nos vestimos como una gala lisonjera pero caduca. Y si es verdad que la infancia es la única patria del hombre, y que es en ella donde hay que rastrear la cartografía de esos ríos íntimos que vertebran lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros, el territorio que con mayor fidelidad descubre nuestras luces y sombras, nuestras comarcas de gozo e impiedad, los escenarios futuros donde significarse, cabe celebrar como merece que William tenga un sueño. Nos regocijamos por ello; nos regocijamos con él.

Texto: Ricardo Menéndez. Imagen: Álvaro Ybarra Zabala.

Relato y fotografía extraídos de La hora del recreo. Erradicar el trabajo infantil en Latinoamérica. Fundación Telefónica, 2010

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