Desmontando la ley de mecenazgo
José María Lasalle accedió al Ministerio de Cultura precedido por unas declaraciones en las que anunciaba que su llegada iba a resolver definitivamente la situación de indigencia económica de nuestro sector cultural; todo eso gracias a una ley de mecenazgo que activaría la generosidad dormida de cientos de mecenas y nos introduciría de lleno en la modernidad más ilustrada.
Han transcurrido tres años de acelerones y marcha atrás para que finalmente nos enteremos que la esperada ley de mecenazgo se reducirá a un conjunto de disposiciones de incentivos fiscales, de deducciones sobre el impuesto sobre la renta y en el impuesto de sociedades.
En realidad, la reforma fiscal introduce importantes novedades: en el ámbito del IRPF, incrementa los porcentajes de deducción general del 25 al 30% a partir de 2016. Introduce el micromecenazgo, estableciendo dos tramos de deducción en el IRPF. En los primeros 150 euros se aplica un tipo del 75% y en los restantes un tipo general del 30%.
Además, para aquellas aportaciones que permanezcan durante tres o más ejercicios consecutivos por igual o superior cuantía al del ejercicio anterior realizados a favor de un mismo beneficiario, se aplicará un 5% adicional, hasta situarse en un 35%.
En el ámbito del Impuesto de Sociedades, también se favorece la constancia del inversor, ya que los beneficiarios podrán disfrutar de una bonificación adicional de 5 puntos hasta el 40% en 2016, sobre la ordinaria en este impuesto que actualmente es del 35%.
A pesar de ello, las expectativas sobre una ley de mecenazgo se habían inflado tanto en estos últimos años, se habían puesto tantas esperanzas en que la publicación de esa ley resolvería todos nuestros problemas que resulta muy natural que esta «rebaja» haya causado una gran decepción en amplios estamentos de las organizaciones sociales y culturales, acostumbradas a vivir del dinero público.
Similar insatisfacción ha producido en la Asociación Española de Fundaciones, que sigue centrando su comunicación en las desgravaciones fiscales a las fundaciones y no en la aportación que realizan a la sociedad, y en la Fundación Arte y Mecenazgo que, si bien realiza una labor meritoria, su insistencia en defender un mayor retorno para los mecenas los está convirtiendo en meros mercaderes, como apuntó recientemente Javier Gomá, director de la Fundación March.
La cuestión sobre el efecto positivo que tienen las deducciones fiscales en el incremento de las donaciones es un mito que conviene ir desmontando.
Probablemente la investigación más completa sobre este punto sea el trabajo de Richard Steinberg (Taxes and giving: new findings), cuyo conocimiento debo agradecer a David Dixon, uno de los principales expertos europeos en fundraising y marketing de organizaciones no lucrativas.
Pero es que, además del discutible efecto positivo que los incentivos fiscales tienen sobre las donaciones, uno de los aspectos que hay que considerar a la hora de impulsar estas exenciones consiste en valorar qué es más beneficioso para la sociedad: ¿Obligar a sus ciudadanos a pagar impuestos o permitirles que se deduzcan ciertas cantidades a cambio de donar a organizaciones que disfrutan de determinados exenciones fiscales? En los dos supuestos se produce un gasto, de lo que se trata es de analizar cuál de ellos genera resultados más positivos para la sociedad.
El éxito de la filantropía como nos muestran los países anglosajones depende, en realidad, de un conjunto de factores heterogéneos y relacionados como: una mayor participación de la sociedad civil y menor dependencia del gobierno, la existencia de instituciones transparentes y bien gobernadas, una cultura de la rendición de cuentas, etc.; es decir, de un ecosistema que hay que crear y desarrollar si de verdad se quieren tener resultados sostenidos en el tiempo.
El nuevo anteproyecto de ley de fundaciones, aprobado a finales del pasado mes de agosto, constituye un intento de mejorar ese ecosistema reforzando las exigencias de transparencia y buen gobierno en el sector fundacional. Sin embargo, ha recibido unas críticas durísimas por parte de la Asociación Española de Fundaciones, que lo ha tachado de intervencionista y controlador.
Nos encontramos con la paradoja de un sector de organizaciones sociales y culturales acostumbrado a reclamar incentivos fiscales y ayudas, pero muy poco proclive a exigirse y elevar sus estándares de transparencia y prácticas de gobierno. Quizás haya llegado el momento de hablar de deberes y no solo de derechos, de comenzar a preguntarse qué responsabilidad tenemos todos por mejorar el ecosistema.