El rey no va desnudo

Recientemente se ha publicado el Real Decreto sobre reestructuración de la Casa de Su Majestad el Rey, en el que se recogen diversas medidas de transparencia relativas a la jefatura del Estado, una iniciativa que ha recibido muchas valoraciones positivas.
<p>Fuente: Wikipedia. Ilustración de Vilhelm Pedersen (1820-1859), el primer ilustrador de Andersen. </p>

Fuente: Wikipedia. Ilustración de Vilhelm Pedersen (1820-1859), el primer ilustrador de Andersen.

El cuento clásico El traje nuevo del Emperador (también conocido como El Rey desnudo), es la adaptación del danés Hans Christian Andersen de una historia que ha tenido multitud de versiones en todo el mundo. Concretamente en este caso, se basa en una del siglo XIV contenida en El Conde Lucanor. Andersen adapta la historia de un rey que fue estafado por dos pícaros.

No he podido resistir la tentación de usar justamente esta palabra y no otra, lo comprenderán. Si a quienes venden, en el peor momento de una pandemia que dejaba cientos de muertos a diario, materiales de tercera a precio de primeras calidades con suplemento de ‘ley de mercado’ (escasez de oferta y exceso de demanda, aunque lo realmente excesivo eran las comisiones) se les llama ‘pícaros’, por qué no a estos personajes de cuento.

Estos pícaros (los del cuento) prometieron al rey, conocido por su mal carácter entre sus súbditos, el mejor de los trajes nunca visto, solo digno de un monarca, y cuya calidad y valor solo pudiera ser apreciado por quienes tuvieran la capacidad y el criterio suficiente para verlo. Este es el matiz que introdujo el autor danés sobre las versiones anteriores que recorrían el globo, en las que se aludía al ‘bajo nacimiento’ o a cuestiones racistas para explicar quien no podía ver el traje.

Andersen se lo llevó al terreno de la aptitud profesional, encarnada en el ministro del rey, y de la superioridad intelectual, un rasgo en el que se querían ver todos reflejados, por querer ser o sentirse más capaces que el resto, ya que podían apreciar algo que, en realidad, no existía. Porque, como todos saben (nadie puede decir que hago spolier), tal traje no existía y los carísimos materiales que los falsos sastres solicitaban para su confección se los quedaron para huir con ellos en el momento en que se celebraba el desfile en el que el rey vestía su nuevo traje.

Transparencia de fondo de armario

La reciente publicación del patrimonio del rey Felipe VI y del Real Decreto 297/2022, de 26 de abril, por el que se modifica el Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la Casa de Su Majestad el Rey, han generado un fenómeno que no puedo decir que me resulte sorprendente, pero no por ello deja de ser reseñable. Este fenómeno guarda semejanzas con el ejemplo del cuento, aunque en partes no es así. Voy a explicarme.

Por una parte, el rey ha recibido multitud de alabanzas por su voluntad aperturista y su compromiso con la transparencia. Un mérito suyo y de nadie más. Que el Gobierno lleve meses trabajando en esta reforma en colaboración con la Casa del Rey es un detalle menor, incluso insuficiente para ser mencionado. Pero bueno, en efecto es un paso adelante y que atribuiremos al sujeto afectado.

Aparte del detalle de quien recibe los halagos, una cuestión ciertamente secundaria cuando lo relevante es el contenido de las medidas que generan el aplauso, lo predominante es precisamente esto, la cantidad de elogios cosechados. Esta es la parte que no me sorprende nada. Es sencillamente así, una especie de ley no escrita, una tendencia de gran parte de los medios de comunicación desde hace décadas. Así como cuando se tratan con condescendencia los “errores” del emérito, que acababan diluidos en explicaciones sobre contextos y circunstancias que las convertían prácticamente en cuestiones menores, delitos prescritos incluidos.

Ahora bien, si toca aplaudir a la Casa Real, que se nos pongan coloradas las palmas si es preciso. Y que, como en el cuento de Andersen, la voz de agasajo se escuche por encima de otras igual de lisonjeras. Alcemos la voz por encima del resto para que se sepa cuánto nos gusta el nuevo traje del rey.

Otro de los puntos que diferencian el cuento de la realidad es el matiz de la superioridad intelectual o la aptitud. Como digo, no es una cuestión de ver cosas que los demás no vean; lo que explica la riada de alabanzas es simplemente la continuidad de una costumbre bien asentada en nuestra corte.

Incluso se habló en algún medio de striptease del rey, y a saber cuántos comentarios parecidos en tertulias y en párrafos de periódicos digitales me habré perdido. Streaptease del rey, o sea, el rey desnudándose ante la opinión pública por informar sobre un patrimonio generado gracias a los presupuestos del Estado, o por lo que recoge un real decreto que recopila lo que venía haciéndose. Aquí pasa también al contrario que en el cuento. El rey no se ha desnudado, solo se ha puesto ropa de temporadas pasadas y algún complemento nuevo, vistoso, eso sí. Vamos a verlo.

¿Qué novedades trae el citado real decreto? Cuantitativamente, pocas. Lo explican perfectamente Eva Belmonte de la Fundación Ciudadana Civio en este artículo, y también los expertos consultados en este otro. Principalmente, recopila una serie de iniciativas y usos que venía practicando en los últimos años la Casa del Rey y otras que ya eran de obligado cumplimiento, como por ejemplo la publicación de los contratos o las declaraciones de bienes de altos cargos.

En resumen, se da un acomodo legal a unos actos adecuados a la ley estatal de transparencia o al estatuto de los altos cargos, y a una serie de buenas prácticas que ya se venían realizando. En definitiva, fondo de armario de temporadas anteriores en un ropero nuevo.

El Real Decreto sobre reestructuración de la Casa del Rey es un acomodo legal a unos actos adecuados a la ley estatal de transparencia o al estatuto de los altos cargos, y a una serie de buenas prácticas que ya se venían realizando.

La cuestión más importante es que el Tribunal de Cuentas fiscalizará los números de la Casa Real a partir del ejercicio siguiente al de la firma de un convenio entre ambas partes. No habría motivo para albergar cierta inquietud con el momento en que se realice esta labor de control externo si no fuera por los ocho años de reinado que han transcurrido hasta que el citado real decreto ha visto la luz. Que el compromiso con la transparencia del Rey no se discute, pero se hace de rogar. Ya se sabe, las cosas de palacio…Pero creo, tal vez me equivoque, que este año veremos la firma de ese convenio, el nuevo complemento de esta temporada.

Volviendo a la fiscalización del Tribunal de Cuentas, destaca que el informe no pasará por las Cortes Generales, sino que se remitirá directamente a Zarzuela, que lo publicará en su página web. El Congreso no tiene capacidad para auditar las cuentas de la Casa Real, según el artículo 65 de la Constitución. Por tanto, el ejercicio de fiscalización no pasará por la sede de la soberanía nacional para ser debatida por sus representantes. Son matices que nos pueden llevar a pensar que hay margen de mejora para aplaudir, con más motivo, la transparencia de la monarquía, en definitiva, de la jefatura del Estado.

Otra idea para avanzar en transparencia: conocer el coste total de la Casa Real, diluido en varios ministerios. Un esfuerzo de ‘reelaboración’, sin duda, pero que sería muy conveniente hacer para que la sociedad conociera este dato a través de la publicidad activa de la propia Casa Real.

Pero ya sabemos que las posibilidades de seguir avanzando en este terreno, a día de hoy, son pocas. Y es que el citado real decreto es un “punto de llegada”, como lo definió el ministro Bolaños ante los medios de comunicación. No un punto de partida, una expresión común en la política en general y en la transparencia en particular. En este caso no es así; aquí ya hemos llegado.

¿Explicaciones, de qué?

La visita del rey emérito a Galicia ha dejado una frase que se quedará para la historia: “¿Explicaciones, de qué?”. Una frase que resume como pocas de dónde venimos y cuánto nos queda por entender qué significa la transparencia, ese concepto difuso que da nombre a una ley que sancionó el propio Juan Carlos I.

Y otra propuesta más, concreta pero más compleja de aplicar si no se tiene un convencimiento pleno sobre su necesidad: comprender que la transparencia no es sinónimo de publicación de datos, sino una herramienta para avanzar en la rendición de cuentas y para facilitar el escrutinio de los poderes públicos.

Se trata de comprender que la jefatura del Estado debe dar explicaciones sobre sus actos, presentes y pasados, y debe ser ejemplar.  No hablo de remontarnos a los tiempos de Carlos III, pero sí al tiempo de Juan Carlos I, pasado, pero no enterrado, como se pretende hacer ver.

Estos días se ha esfumado otra oportunidad para dar un paso en la dirección adecuada con la visita del rey emérito a Galicia. Una visita en la que ha dejado una frase que se quedará para la historia: “¿Explicaciones, de qué?”. Una frase que resume como pocas de dónde venimos y cuánto nos queda por entender qué significa la transparencia, ese concepto difuso que da nombre a una ley que sancionó el propio Juan Carlos I. Una ley que afectaba poco a la Corona, y que ha demostrado que le importaba aún menos.

Además, nos queda el desconsuelo de comprobar que, como en este caso, aun cuando quedó claro que desde la jefatura del Estado se cometieron actos ilegales en materia fiscal, delitos de los que solo pudo salvarle la inviolabilidad, la prescripción o las dos regularizaciones con Hacienda, aún queda el recurso de aferrarse a los ‘servicios a la patria’ para perdonar, condonar o convalidar, elijan el verbo que más les guste, todo ‘error’ o ‘desliz’ que haya podido cometer.

Errores que le han supuesto el agravio (nótese la ironía) de contar con un patrimonio multimillonario repartido en varias cuentas en paraísos fiscales. Ejemplar y transparente. Ni una cosa ni la otra, y a pesar de todo, halagado y defendido por amplios sectores de la opinión pública. Este tampoco va desnudo, ya lo comentaba antes: lo del halago al monarca es una costumbre arraigada en nuestra corte.

En este sentido, hay que destacar el acto que llenó minutos de tertulias y páginas de noticias y que desató la cascada de aplausos previa al real decreto: el rey hacía público el valor de su patrimonio, algo más de dos millones y medio de euros. Un monarca ahorrador, teniendo en cuenta el transparente origen de sus ingresos, de los que conserva aproximadamente el 90%.

Una medida que, no cabe duda, no hubiera podido poner en práctica su padre y antecesor, o al menos, no podría haber sido del todo sincero. Este paso adelante ha sido ampliamente aplaudido, y realmente supone un avance respecto a su predecesor y respecto a otras casas reales europeas.

Transparencia por gracia real

Pero hay un matiz aquí que no debemos obviar: se trata de una iniciativa personal (y que también se ha aplaudido convenientemente), a la que no estaba obligado y a la que tampoco obliga el citado real decreto. Una medida voluntaria, una ‘transparencia por gracia real’.

Tal vez sea el momento de empezar a plantearse que hay aspectos de la jefatura del Estado que deben ser ejemplares, y no solo en comparación con su propio pasado o con otras casas reales, que parece que es la única vara de medir válida.

Por ejemplo, en nuestra vecina Francia se conocen las declaraciones patrimoniales de quienes se presentan a la presidencia de la República. Otro ejemplo que trata de equilibrar transparencia con respeto a la privacidad es el de Turquía (aunque a nivel general no sea el mejor ejemplo), donde todo alto cargo, desde el presidente y el primer ministro, debe declarar todas sus propiedades cada cinco años en un sobre cerrado a Hacienda que solo se abrirá si surgen problemas legales.

Hay fórmulas más allá de las monarquías parlamentarías que podrían estudiarse e incorporarse al ordenamiento jurídico para que la transparencia no dependa solamente de la ‘gracia real’.

Los errores de unos no deben interpretarse como virtudes del otro, porque así solo acabaremos resignándonos a aceptar, y no con justicia, un popular refrán: en el país de los ciegos, el tuerto es el rey.

Pero, proponer ciertos debates, solo plantearlos sin ni siquiera posicionarse, tiene un coste, el del ruido. Tal vez hayan podido comprobarlo en sus redes sociales. Al instante saltan las primeras respuestas comparando la ejemplar actitud del rey con la de los partidos políticos o determinados dirigentes.

Aunque haya mucho que reprobar a unos y a otros, y aun aceptando desde el convencimiento que desde la crítica constructiva se cimenta una mejor democracia, los errores de unos (la clase política o las administraciones, de quienes se tiende a obviar cualquier avance, dicho sea de paso) no deben ni pueden interpretarse como virtudes del otro (el monarca), porque en tal caso solo acabaremos resignándonos a aceptar, y no con justicia, el popular refrán de que en el país de los ciegos, el tuerto es el rey.

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