No hay nada más ridículo que un hombre corriendo tras su sombrero

Durante los últimos meses se están destapando, otra vez, presuntos casos de corrupción. Por el momento no parece ser la cascada incontenible que fue en otros momentos, pero reverdecen sensaciones que estaban quedando en el olvido. Cada vez son más las herramientas para prevenir la corrupción, pero es razonable que surjan dudas sobre si son suficientes.
<p>Fotograma de la película 'Miller´s Crossing' (Muerte entre las flores), de los hermanos Coen.</p>

Fotograma de la película 'Miller´s Crossing' (Muerte entre las flores), de los hermanos Coen.

Adoro el cine de los hermanos Coen. Será por su forma de narrar las historias. Será por ese humor negro omnipresente, que hace de sostén de los personajes en sus momentos más duros, pero también cuando se sienten invencibles, usado como un arma más. Será por esa maestría para deambular en un universo, fácilmente reconocible, entre el cine negro, la comedia y el drama, del que han hecho marca durante décadas. Será por la genialidad para retratar las verdades de sus personajes, el lado menos brillante, el que no gusta que se vea. O será por su capacidad casi hiriente para desmitificar las ideas y bajar al espectador al suelo, a lo terrenal, a lo prosaico, a la verdad de lo cotidiano.

Una de mis películas favoritas de este par de genios es Miller’s Crossing (rebautizada como Muerte entre las flores en España). En ella se dan cita otras dos de mis debilidades cinematográficas, además de los Coen: las pelis de gánsters y Gabriel Byrne. Una mezcla irresistible, en la que se amontonan, como en toda la filmografía de los Coen, frases para el recuerdo. Una de ellas es parte de este diálogo entre el personaje de Byrne (Tom) y el de Marcia Gay Harden (Verna):

TOM: Una vez tuve un sueño. Caminaba por el bosque, no sé por qué. Se levantó viento y mi sombrero voló.

VERNA: ¿Y lo perseguiste, no? Corriste y corriste, y finalmente lo alcanzaste. Lo recogiste, pero ya no era un sombrero. Se había convertido en otra cosa, en algo maravilloso.

TOM: No, seguía siendo un sombrero. Y no lo perseguí. No hay nada más ridículo que un hombre corriendo tras su sombrero.

No sé a ustedes, pero a mí me pasa que se persiguen citas de películas o letras de canciones. La del hombre corriendo detrás del sombrero es una de las más recurrentes. ¿El motivo? Tal vez será por las noticias. Por la sensación de la persistencia de la prosa de lo cotidiano que nos devuelve a la realidad de las cuestiones que creemos pasadas, con la rapidez de un disparo, con la certera contundencia de un golpe ganador, o en el caso que nos ocupa, más bien perdedor.

Como los personajes de los Coen, quienes conducen sus historias contando el camino hacia la derrota (aunque sea parcial) de su antihéroe. Una derrota que sucede incluso cuando alguno de estos antihéroes llega a convertirse en religión. Piensen en The Dude (El Notas, interpretado por Jeff Bridges) el personaje principal de El gran Lebowsky, inspirador del dudeísmo. Hasta ese tipo, convertido por muchos fans de la película en una suerte de profeta contemporáneo, perdió.


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¿Y a qué derrota me refiero ahora? ¿Cuál es la nuestra? La de pensar que se habían superado muchos de los males relacionados con la corrupción, el mal gobierno, la ausencia de ética e integridad en la vida pública. No soy un iluso, o al menos no tanto; sabía que estos comportamientos ni habían desaparecido ni van a desaparecer tan rápido. La corrupción es un mal enquistado y para extirparlo hacen falta más que leyes y más que buenas intenciones.

Pero sí había en mí cierta esperanza de que algunos desmanes ya se habrían superado, incluso en lo burdo de los mecanismos y la forma de pagar los favores. Los ejemplos los tenemos recientes y sonrojan solo de recordarlos. Queda mucho por hacer en la lucha contra la corrupción, especialmente porque el delito siempre encuentra (o al menos se esfuerza denodadamente en hacerlo) ingeniosas formas de reproducirse.

Pero es que hay casos en que no se toman ni siquiera la molestia de sofisticarse. Se vuelven a reproducir las formas más burdas. Como pasa con los personajes secundarios de los Coen. Como, por ejemplo, se quejaba el ambicioso Johnny Caspar, el personaje interpretado por Jon Polito en Muerte entre las flores: “Es que da la impresión de que un hombre de negocios ya no puede contar con obtener ganancias de un tongo. Y si ya no te puedes fiar de eso, ¿de qué te puedes fiar?”. A algo parecido suenan los ecos que reproduce la prensa, la real, la de estas semanas. A una burda caricatura de pelis de gánsters, pero que, por desgracia, no son ficción.

Los controles fallan. La prevención parece que también, o al menos no es tan eficaz como debería. Es cierto que los mecanismos tardarán en engranarse y, como siempre, el hecho precederá al derecho. Precisamente por eso la formación, la sensibilización y la divulgación en materia de integridad es acuciante, primordial, urgente. En este sentido, iniciativas como el Manual de Integridad para cargos públicos de la Agencia Valenciana Antifraude son esenciales, como otras que realiza en materia de formación tanto para cargos y empleados públicos, o para estudiantes en institutos y universidades con los #DocufomumAVAF.

Sabemos que la transparencia es un freno, pero no el remedio definitivo. Esto lo hemos repetido mil veces. Y que se ha avanzado mucho pero que aún falta por avanzar, otras mil. Y también sabemos que la protección de las personas denunciantes es absolutamente necesaria, y más viendo cómo se consiguen destapar, de facto, las tramas corruptas. Pero para esto, ya lo decíamos hace un tiempo, necesitamos a toda la tribu. Y no me refiero a que la tribu tenga que denunciar, o arropar con vehemencia al alertador de conductas contrarias a la ley, sino a que, al menos, no se le pierda el respeto.

La tribu, al menos, no debe perder el respeto por las personas que denuncian conductas contrarias a la ley

Titulares en prensa (esto es real) como “Se buscan ‘chivatos anónimos’ que denuncien infracciones normativas y de lucha contra la corrupción”, recuerdan lo peor de una cultura arraigada al silencio, al secreto arropado por aquello de que era “de mala educación” preguntar, como supo señalar, con su habitual sencillez, Esther Arizmendi. “Chivarse” es similar, está en el mismo rango de “mala educación” que ser preguntón, siguiendo el canon que señalaba Arizmendi. Y llamar chivatas, por mucho entrecomillado que se le ponga, a las personas que tienen la valentía de señalar a quien infringe la ley, es más que reprobable. Y en nada contribuye a sensibilizar o a divulgar la necesidad de una conducta ética en la sociedad; más bien al contrario, invita a dirigirse a la dirección opuesta, en donde no están los “chivatos”.

En el lado contrario, iniciativas como la más reciente de la Agencia Antifrau de Catalunya de preguntas y respuestas sobre la Ley 2/2023, reguladora de la Protección de las Personas que Informen sobre Infracciones Normativas y de Lucha Contra la Corrupción, pueden servir de antídoto a mensajes de este tipo.

El cambio cultural atañe a todas las partes implicadas en la sociedad. Se puede exigir más a quienes ostentan la representación o cargos públicos. Se puede castigar más o menos en función de la relevancia de los actos y del daño. Pero todos tenemos parte de responsabilidad. Los medios de comunicación, también.

Posiblemente Tom tenga razón, y correr detrás de un sombrero sea ridículo. Aun así, algunos (muchos más de los que pensamos) mantenemos el convencimiento firme de que hay que seguir persiguiéndolo, con la ilusión de encontrar algo maravilloso, como imaginaba Verna, o simplemente con la convicción de que hay que recuperar un objeto cotidiano, que necesitamos y nos pertenece: una vida pública en la que la ética y la integridad no sean simple retórica.

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