Los dircom y los nuevos desafíos de la desinformación

Los dircom, directores de comunicación de las grandes empresas, nunca han tenido un trabajo sencillo. Entre sus responsabilidades se encuentra la de liderar y coordinar la estrategia de comunicación de sus respectivas compañías que, entre otras cuestiones, incluye mantener una relación fluida y transparente con los medios de comunicación y, al mismo tiempo, proteger la reputación de la empresa. Conciliar estos dos objetivos es una tarea compleja por los evidentes conflictos de interés que plantea la relación con los medios.

No es infrecuente que los dircom gestionen también el presupuesto de publicidad y que lo utilicen, con mayores o menores grados de sutileza, para influir en los medios de comunicación.

Sin duda, el caso más notorio es el de Iberdrola al tomar la decisión de retirar su inversión publicitaria y, posteriormente, de demandar a El Confidencial por 17,5 millones por sus informaciones del ‘caso Villarejo’ atribuyendo al diario una campaña de desprestigio.

Como es sabido y cabía esperar, el Juzgado de Primera Instancia Número 4 de Bilbao desestimó en su integridad la demanda de Iberdrola en la que acusaba a Titania Compañía Editorial, editora del diario El Confidencial, de haber vulnerado su derecho al honor y haber causado un daño reputacional al informar del caso Villarejo.

No es necesario, sin embargo, llegar a los extremismos de Iberdrola para obtener los mismos resultados. Aunque teóricamente existan muros infranqueables entre la actividad comercial y la editorial, la crisis económica que enfrentan los medios desde hace años hace cada vez más complicado que puedan resistir las presiones de los anunciantes. Es más, resulta mucho más probable que un medio se autocensure a la hora de informar por miedo a perder un cliente que ceda ante las presiones directas y más burdas, como en el caso de Iberdrola. Mientras plantar batalla contra las amenazas y demandas puede convertirse en un blasón para acreditar la independencia, encarar los riesgos de la autocensura, sin embargo, no conlleva ninguna distinción o reconocimiento.

Por supuesto, algunos medios también pueden utilizar su capacidad para influir en la opinión pública como herramienta para negociar la inversión publicitaria. Y, al igual que las empresas, esa presión puede revestir distintos grados de persuasión. Lo excepcional será una amenaza concreta de informar negativamente si no existe una contraprestación económica. Lo habitual será una desproporción o asimetría a la hora de informar críticamente sobre las empresas que son anunciantes y las que no lo son. Estos sesgos y prácticas son muy difíciles de controlar por la sencilla razón de que en las empresas de medios nadie tiene la responsabilidad de supervisarlos.

Aunque teóricamente existan muros infranqueables entre la actividad comercial y la editorial, la crisis económica que enfrentan los medios hace cada vez más complicado que puedan resistir las presiones de los anunciantes.

Todos estos riesgos, por lo demás nada novedosos, propios de la relación entre la actividad editorial y comercial, se han ido sofisticando en los últimos años haciendo más compleja su identificación y control.

La primera acometida a la transparencia e integridad editorial ha venido de la mano de los branded content. La publicidad convencional de los anuncios o banner ha dado paso a esta nueva modalidad de contenidos editoriales pagados por el anunciante. No hay nada que objetar a esta fórmula, siempre que al lector se le informe si se trata de un contenido editorial elaborado de manera independiente por el medio o si, por el contrario, el contenido se ha redactado siguiendo unas directrices, más o menos explícitas, emitidas por el anunciante.

En la práctica no existe un etiquetado estandarizado y transparente que indique con claridad al lector las condiciones en las que se ha elaborado ese contenido pagado por el anunciante. Cada medio de comunicación utiliza su propio etiquetado sin explicar con claridad qué significado tiene.

Y, lo que es más grave, se ha terminado aceptando que sean las propias empresas anunciantes las que determinen a los medios de comunicación el etiquetado y condiciones de los branded content sin informar al lector si se trata de un contenido editorial independiente (en el que la empresa ha seleccionado el tema, pero dejando libertad al medio en la elaboración del contenido sin reservarse la facultad de corregirlo o autorizarlo) o de un contenido elaborado o corregido por el anunciante. La diferencia es importante, pues mientras el primer caso sigue siendo un contenido editorial, el segundo es un formato de publicidad.

La primera acometida a la transparencia e integridad editorial ha venido de la mano de los ‘branded content’. La publicidad convencional ha dado paso a esta nueva modalidad de contenidos editoriales pagados por el anunciante.

La segunda acometida está relacionada con la llamada ‘publicidad programática’ impulsada, inicialmente, por las plataformas y potenciada por la Inteligencia Artificial.

La publicidad programática es un modelo de compraventa de publicidad en el que se adquieren y venden de manera automatizada espacios publicitarios. Simplificando mucho es un modelo que se basa en la búsqueda de eficiencias reduciendo los costes de transacción y los intermediarios: los anunciantes interesados en invertir se integran en plataformas a través de las que determinan sus intereses (público al que se dirigen y presupuesto) y los medios hacen lo mismo en otra plataforma ofreciendo sus soportes y condiciones. Las plataformas de oferta o suministro (SSP) de espacios publicitarios y demanda de espacios (DSP) se cruzan en función de una base de conocimientos y algoritmos sustentados en datos, automatizando así la compra y venta de espacio y tiempo publicitario.

La mayoría de los anuncios programáticos se calculan según el coste por mil (CPM) de impresiones, un modelo de precios que consiste en que el anunciante pague un importe determinado por cada mil impresiones: la cantidad de veces que aparece su anuncio.

A primera vista parece un sistema riguroso y objetivo que ofrece un sinfín de ventajas potenciales, como la precisión para dirigirse a la audiencia adecuada y una considerable rentabilidad gracias a la automatización. Sin embargo, la realidad es muy diferente. Los medios programáticos, como denunció en un reciente informe la Association of National Advertiser (ANA), siguen siendo modelos muy opacos que producen prácticas muy cuestionables.

El efecto perverso más conocido ha sido el aumento creciente de los llamados Made-For-Advertising Sites (más conocidos por su acrónimo MFAs), es decir sitios webs de contenidos creados específicamente para captar la inversión publicitaria mediante la publicación de contenidos cuyo objetivo es aumentar el tráfico y, por tanto, el número de impresiones. El desarrollo de la IA generativa ha potenciado la capacidad de elaborar contenidos editoriales dirigidos a generar mucho tráfico que terminan captando la principal inversión publicitaria.

A primera vista la ‘publicidad programática’ parece un sistema riguroso y objetivo que ofrece un sinfín de ventajas potenciales. La realidad es muy diferente: siguen siendo modelos muy opacos que producen prácticas muy cuestionables.

Los departamentos de comunicación y marketing de las grandes empresas han abrazado, con entusiasmo y sin ningún sentido crítico, este nuevo modelo de planificación publicitario sin caer en la cuenta de que, al hacerlo, han optado por un modelo de competencia basado en la reducción de costes y no en la diferenciación y se han convertido en cómplices de la desinformación, al apoyar estos nuevos soportes que ofrecen tráfico, pero sin las garantías y procesos de control que suele acompañar el buen periodismo.

Como señala el informe publicado por la Association of National Advertisers (ANA), First Look” at In-depth Programmatic Media Transparency Study,  “los anunciantes dan prioridad al coste sobre el valor, a veces en detrimento propio. Persiguen CPM baratos. El principal incentivo que impulsa el comportamiento de compra de medios programáticos es el coste: obtener el mayor número de impresiones por cada dólar. A primera vista, podría parecer un incentivo razonable. Sin embargo, en el mundo de los medios no todo el inventario ni todas las impresiones son iguales. El sentido común debería indicar a los compradores que no todo el inventario barato es inventario de calidad.

Ante este panorama, que amenaza gravemente el proceso periodístico libre, están surgiendo respuestas de interés. Por un lado, algunos medios y sus directivos están públicamente defendiendo la necesidad de que las empresas inviertan en publicidad en medios de calidad. Y proponen la idea de que vean mejorado su perfil ESG si materializan su compromiso con el periodismo independiente. “Ya es hora de que los reguladores europeos y nacionales se planteen que no se declara la guerra a la desinformación mediante proclamas vacuas y teóricas, sino potenciando y protegiendo la información de calidad,” declaró Carlos Núñez, el CEO de Prisa Media en junio del año pasado.

Por otro lado, iniciativas como el Global Desinformation Index nacen para romper con el modelo de negocio que nutre la desinformación. Con este fin, y aplicando una metodología muy similar al de las agencias de calificación crediticias, miden los riesgos de desinformación de cabeceras y mercados de medios en diversas jurisdicciones, y señalan con claridad los riesgos de que una marca relevante esté indirectamente financiando campañas de desinformación.

Desde el Observatoriodemediors.org no podemos más que aplaudir y difundir estas respuestas, con el ánimo de que adquieran un mayor peso en la toma de decisiones de los actores relevantes, empezando por los directores de comunicación.

Un artículo de Javier Martín Cavanna y Elena Herrero-Beaumont, codirectores del Observatorio de Medios.

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