Sobre Escrivá: los gobiernos no tienen director de ‘compliance’
O dijera: “Anunciamos que impulsaríamos el consenso con todos los partidos para buscar una solución conjunta sobre la inmigración y no ha salido” o “aseguramos que lucharíamos contra la corrupción y fui el primero que denunció a ese ministro que se valió del cargo para hacer negocios particulares, lo cesé e impulsé su proceso penal para que pagara su conducta corrupta”. Y después, explicara las causas por las que sí o no han alcanzado los objetivos a los que se había comprometido con sus electores.
Desafortunadamente, esas frases parecen de ciencia ficción. Ningún Gobierno da la cara ante los ciudadanos para informarles de sus promesas no cumplidas y rendir así cuentas. Todo el mundo piensa que hacerlo sería lo mismo que condenarse a la derrota. Pero lo peor es que los gobiernos no tienen a nadie que les exija esa rendición de cuentas. El mejor director de compliance del poder ejecutivo debería ser el Parlamento, pero se da la paradoja de que un Gobierno gobierna porque tiene la mayoría parlamentaria, luego poca fiscalización va a salir de allí. Desgraciadamente, en España lo hemos palpado constantemente y no solo con la actuación del Partido Socialista.
En la empresa privada sí hay que rendir cuentas. Y si la entidad cotiza, tiene muchas más obligaciones en este sentido. Una compañía informa de sus objetivos de rentabilidad, crecimiento y beneficios, y debe ir comunicando al mercado sobre su marcha según este se lo vaya pidiendo. Acabamos de ver un ejemplo claro. La empresa de cosméticos Puig salió a bolsa el pasado de 3 mayo con un valor de 24,50 euros por acción. Con sus altibajos, ese precio apenas se había movido en su corta trayectoria bursátil, hasta que el jueves 5 de septiembre le llegó el momento de enfrentarse a sus accionistas con sus primeros resultados como cotizada.
En su ‘rendición de cuentas’, Puig informó de que su beneficio semestral había caído un 26% respecto al año anterior y, a pesar de que esa caída tenía unas causas justificadas -la pérdida de fuelle de China, uno de sus principales mercados, y los gastos derivados de la propia salida a Bolsa- la acción cayó un 13% ese día: en otras palabras, Puig perdió en un solo día más de la décima parte de su valor. Esa jornada, los ejecutivos de Puig, que antes de la salida a Bolsa solo tenían que rendir cuentas a la familia poseedora de las acciones -y a algún fondo de inversión- se dieron cuenta de que ahora se juegan el valor de la compañía cada tres meses.
Por ejemplo, un Gobierno que tuviera que rendir cuentas de verdad se vería obligado a explicar ante sus ‘accionistas’ -los ciudadanos- las razones por las que ahora es fundamental para España otorgar un modelo de ‘financiación singular’ a Cataluña que el propio PSOE había rechazado hasta hace apenas unas semanas y que rompe totalmente el statu quo autonómico de la democracia. De ningún ministro ha salido que ese giro copernicano y fraudulento se debe exclusivamente a un motivo de poder. Y nadie ha sido capaz de obligarle a decirlo.
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Si el Poder Ejecutivo no tiene quién le apriete, ¿para qué lo ha a hacer él mismo? En otras palabras, ¿cambiaría la forma de gestionar de un Ejecutivo si tuviera que someterse obligatoriamente cada año, por ejemplo, a un examen independiente sobre la consecución de las promesas que hizo en la campaña electoral o de los objetivos que se ha marcado para una determinada política?
Los gobiernos, que tantas obligaciones imponen al sector privado, son muy laxos cuando se trata de exigirse a sí mismos. Ningún Ejecutivo tiene un director de compliance, alguien que vele para que cumpla estrictamente la legalidad y que fiscalice la consecución de objetivos. Por eso es imprescindible que un sistema democrático se provea de ‘auditores’ de la labor gubernamental independientes del juego político -no vale el Congreso, como hemos dicho-, que analicen las medidas que va tomando. Y en España, uno de esos auditores clave es el Banco de España. No tanto por cuestiones de cumplimiento de la legalidad, que no le competen directamente, sino porque uno de sus cometidos es examinar si la política económica del Gobierno sirve para afirmar el crecimiento y asegurar la prosperidad presente y futura de los españoles.
De ahí que sea tremendamente nocivo que Pedro Sánchez haya elegido para dirigir el Banco de España en los próximos seis años a uno de sus ministros. Y un ministro como José Luis Escrivá, que en los últimos cuatro años ha formado parte fundamental en el desarrollo de la política económica del Gobierno. Escrivá no puede pasar directamente a evaluar esa política económica, porque, o reconoce que viene de un Gobierno que lo hace mal, o la aplaudirá solo porque es suya. Sánchez acaba de tapar la boca a uno de esos ‘auditores’ independientes.
El nombramiento de Escrivá no es una anécdota. Es el fruto -el último por ahora, porque la ocupación de las instituciones es general- de una manera de entender la política que tiene tintes autoritarios. Porque solo los regímenes autocráticos y las dictaduras evitan la fiscalización de los gobiernos. Pedro Sánchez confirmó personal y directamente esta deriva el pasado sábado, cuando en el Comité Federal del PSOE se mostró dispuesto a seguir gobernando “con o sin el concurso de un poder legislativo que tiene que ser más constructivo y menos restrictivo”. Probablemente la frase más perniciosa para la libertad política que haya pronunciado un presidente del Gobierno español en democracia. Con un buen director de compliance esto no habría ocurrido.