Son cincuenta schillings
Un viaje a la diócesis de Embu (Kenia) sirve de marco para reflexionar sobre la pobreza, la cooperación al desarrollo, las luchas tribales y la labor social de la Iglesia católica en ese país.
Salimos muy temprano de Naivasha en dirección de Embu para visitar a father Anthony Muheria, obispo católico de esa localidad. Me acompañaba Wamai, un masai que trabajaba de vigilante en Tigoni, una hacienda situada en una zona muy fresca a 30 kilómetros de Nairobi, a dos mil metros de altitud, donde abundan las plantaciones de té. Muchos masai se han empleado como vigilantes en las haciendas, oficio que cuadra muy bien con su fama de pueblo aguerrido y valiente.
Tomamos la carretera local. No estaba en muy buenas condiciones pero nos permitió disfrutar del gran valle del Rift, una falla geológica de cerca de 6.500 kilómetros de extensión que nace en el mar Muerto y muere en el lago Nyassa, en Malawi. Aquí alcanza la mayor altitud, unos 2.000 metros. El valle está adornado por cumbres y volcanes y salpicado por preciosos lagos, como el de Turkana o el de Nakuru, cuyo parque nacional es mundialmente conocido y visitado por dar «posada» a una de las mayores concentraciones de flamencos.
La sequía dibuja un paisaje que alternaba en la paleta el color teja de una tierra arcillosa con el pardo de las matas y pequeños arbustos. De vez en cuando un árbol, como una boya en el océano, rompe la monotonía del paisaje.
Tras atravesar la ciudad de Nairobi y sufrir los rigores del tráfico tomamos la carretera en dirección de Embu dejando a nuestra derecha Carnivore, un conocido restaurante en el que el turista puede comer carnes exóticas, comprar artesanía por 200 dólares y escuchar una fusión de música africana y rock moderno. Es la imagen de África preparada y empaquetada para el turista, una parada obligada en la ciudad antes o después de «consumir» unos días en Masai Mara. Todo es hermoso, limpio, y muy falso.
A lo largo del camino se suceden las aldeas. Todas están cortadas por el mismo patrón: una calle principal escoltada por decenas de puestos de venta ambulante y pequeñas tiendas de colores brillantes y nombres pomposos, que pretenden atraer la atención de un público inexistente. Los tenderetes se amontonan a lo largo de las calles sin pavimentar. Abundan las tiendas de calzado y de reparación de neumáticos, pruebas del mal estado de las carreteras. En los puestos de comida se distribuyen sin orden racimos de banano, mango y piña. Detrás del mostrador, la cabeza somnolienta de los dependientes espera pacientemente la llegada de algún cliente. Los hombres conversan en grupos dispersos o descansan sentados en el suelo o en sillas improvisadas con sacos de maíz. No falta en alguna esquina cercana, como si fuera parte del mobiliario urbano, un predicador gritando con un altavoz rodeado de un grupo de curiosos. Algunas estructuras un «poco» más sólidas, formadas por cuatro chapas de uralita, nos anuncian la presencia de un hotel.
Las furgonetas, que circulan llenas hasta rebosar, se paran en la acera sin previo aviso mientras recogen y despiden pasajeros. No hay reglas de tráfico ni señales. El secreto es conducir despacio, tocar sin parar la bocina y sortear los obstáculos con paciencia. A primera vista puede asustar, pero el sistema funciona. La gente cruza la calle sin apenas mirar, es un pasillo más de su casa. Tras cruzar, se paran, miran, se reúnen en grupo y esperan, sobre todo esperan.
Cuando apenas llevamos recorridos cien kilómetros nuestro coche comenzó a dar sacudidas, se detuvo y, pese a los intentos de volver a arrancar, se negó a seguir adelante. En un taller cercano nos confirman que la reparación llevarría un par de días y decidimos probar suerte con un autobús colectivo.
El transporte público es una institución en los países en desarrollo. Es lo más parecido a una plaza pública a remolque de cuatro ruedas.
–Son cincuenta schillings– nos dijo el cobrador.
Llamar autobús a aquel aparato resultaba un tanto grandilocuente. Sus usuarios lo designan con un nombre más expresivo: matato, cuya traducción literal sería algo así como «el de los tres schillings», porque tres schillings era lo que costaba hace veinte años el billete. Se conoce el número mínimo de personas que se necesita para ponerlo en marcha: el conductor. Se ignora, sin embargo, su capacidad máxima. No hay paradas, el matato va recogiendo a cuantas personas encuentra en su camino. Cómo logran acomodar a todos dentro es uno de los secretos mejor guardados.
Wamai ha tenido más suerte que yo. Consiguió acomodarse en el pasillo, entre las dos filas de asientos. Hay dos asientos por fila, en las que habitualmente hay sentadas un mínimo de seis personas. Si tus acompañantes son lo suficientemente corpulentos o si lo eres tú, caso de Wamai, puedes tener la suerte de encajonarte a presión en el pasillo e ir sentado suspendido en el aire.
–Son cincuenta schillings –me volvió a repetir.
Lo cierto es que en un primer momento me pareció una fortuna. Medio euro por ir contorsionado en el pasillo de un cascarón con ruedas mientras haces equilibrios para no meter el pie en una cesta de huevos, francamente me parecía una cantidad un tanto desproporcionada. Pero bien pensado, medio euro no es mucho dinero; sobre todo, cuando el coche nos dejó tirados en medio de ninguna parte.
Tras pagar al revisor y ocupar mis quince centímetros de butaca, me animé a echar una ojeada a mi alrededor. Lo que primero captó mi atención fue el colorido; el colorido del paisaje, pero sobre todo, el color de los vestidos. Cada población tiene su forma peculiar de combinarlos. Las mujeres llevan unos «pareos» de algodón –kitengues– con distintos diseños desde la cintura hasta los pies. Figuras geométricas, dibujos de animales, símbolos de todo tipo se reúnen en una paleta de colores brillantes que adorna cada una de las piezas del vestido. Las mujeres keniatas han conseguido hacer sombra al arco iris. ¿Cómo? Nadie se lo explica. Cincuenta schillings por contemplar ese estallido de color comenzaron a parecerme una ganga.
El matato para de nuevo. ¡Imposible que haya sitio para alguien más! Sube un grupo de cuatro personas. Entre ellas una mujer que lleva en brazos una criatura de no más de tres meses. Me levanto y le cedo mi asiento. Inmediatamente una viejecita me hace una señal, se apretuja y me devuelve mis quince centímetros. Otra se ofrece a llevar en su regazo mi bolsa de mano. Insiste, sonríe, no puedo negarme. Al fondo distingo a Wamai que duerme tranquilamente. Muchos de nuestros compañeros de viaje van dormidos. No consigo explicarme como alguien es capaz de conciliar el sueño en esta lata de sardinas. Se suceden las paradas y el milagro de la multiplicación de los panes y los peces en cada una de ellas.
Durante el camino nos cruzamos con mujeres que acarrean haces de leña, sacos de comida, tanques de plástico llenos de agua. La carga es parte de la fisonomía de la mujer africana. La maldición bíblica, parir con dolor y trabajar con el sudor de la frente, parece haberse cebado más con la mujer en estas tierras. Pero también el reflejo del paraíso perdido. La maternidad está presente en cada nota, en cada gesto, en cada paso. Cargan los niños en su vientre y cuanto han dado a luz los depositan en unos capazos que amarran a su espalda, del capazo pasan a sus manos, mientras aprenden a andar, y cuando son adultos su mirada les sostiene en el camino. A los niños se les enseña a cargar agua desde muy pequeños. Todos van con sus pequeños receptáculos de plástico. Ir a por agua es otra de las actividades habituales en estas tierras, parte del ejercicio matutino.
La vida de esta gente es dura. Yo ya lo sabía o pensaba que lo sabía. Pero no, en ningún sitio como en África uno es consciente del significado de «necesidades básicas». Algo tan trivial como abrir un grifo y que corra el agua es aquí un lujo al alcance de muy pocos.
En esta región del mundo la gente camina, vive en los caminos. Primero porque muchas de las carreteras son intransitables. En realidad, las carreteras son un concepto inexistente en Kenia. Cuando se va a realizar algún viaje es habitual informarse de las condiciones de la carretera. Aunque de hecho sólo hay una carretera, la que une Mombasa-Nairobi-Kampala, e incluso esta vía tiene tramos en muy mal estado. Además, la mayoría de la gente no dispone de 50 schillings y eso explica que el modo habitual de desplazarse sea caminando. Sólo se toma el matato para distancias superiores a los 30 kilómetros.
El andar africano es como un balanceo, un ritmo elegante que acompaña la respiración. Caminar es algo natural en estas tierras pero sin que ese caminar signifique dirigirse a una meta determinada. A diferencia de los europeos que les molesta ser interrumpidos mientras se dirigen a su destino, aquí se espera con ansia ser abordado, porque en eso consiste el destino. Esperar lo inesperado es la única manera de enfrentar el día, es su única forma de vida. No hay trabajo estable, planificado, rutinario. Hay todo un día por delante que hay que procurar llenar. ¿Cómo? La suerte, el destino, el azar son los únicos dioses.
El asiento a mi lado queda libre y Wamai aprovecha para ocuparlo. Wamai es un masai moran, un guerrero. Como todo guerrero masai, cuando era joven se preparó para la caza del león. Me cuenta cómo salían en grupos formados por seis u ocho guerreros. Se preparaban durante seis meses alimentándose de carne y de una sopa enriquecida con algunas raíces y hierbas que supuestamente fortalecía el cuerpo y ahuyenta el miedo. Seis meses de preparación antes de salir a la caza del león, «porque el rugido y la mirada del león hacen temblar a los más valientes».
Aquel que corta la cola al león es el que finalmente se queda con la piel. No es fácil agarrar y cortar la cola, porque el león cuando está tenso y se siente atacado la esconde entre sus piernas. No, no es fácil cortarle la cola a un león. Wamai participó en las cacerías pero nunca consiguió cortar la cola del león. «Algunos amigos míos, very dangerous, sí lo han conseguido». Si el león te atrapa puedes bloquear sus fauces con un palo de metal, pero no es una operación sencilla, me aclara mi amigo.
Me cuenta que el ganado –vacas y cabras en su mayoría– pertenece a los masais: «Dios confió el ganado a los masais. Por eso, si nosotros tomamos una vaca de los kikuyus, no robamos, estamos recuperando lo que ya era nuestro. A los kikuyus se les dio el maíz y el campo para cultivar».
A los masai también se les concedió el campo para pastar. Por eso en tiempo de sequía no es extraño tropezar con un masai que ha «bajado» a Nairobi en busca de pasto para su ganado. Si éste se encuentra en tu propiedad mala suerte, eso no es un obstáculo para los masai.
–¿Tú a qué te dedicas? –me pregunta Wamai.
–Trabajo en una ONG que financia proyectos.
–¿Qué tipo de proyectos?
–Proyectos de microcrédito y proyectos educativos.
–¿Qué es microcrédito?
–Microcrédito son pequeños préstamos.
–Préstamo muy malo. Yo no querer préstamo. Hace años mi padre tomó un préstamo para comprar unas vacas, vino una gran sequía y mi padre tuvo que vender unas tierras para pagar el préstamo. El banco no estaba interesado en la sequía, quería que le devolviésemos el préstamo. Préstamo muy malo, mejor si tú quieres quedarte en Kenia que trabajes en la educación, la educación muy buena.
–Bueno, Wamai, pero eso le pasó a tu padre porque tomó un préstamo en malas condiciones, hay préstamos buenos.
–¿Sí? Dame un ejemplo de préstamo bueno, yo no conozco.
Tras discutir con él sin éxito acordamos que es mejor centrarse en la educación. Nadie discute las bondades de la educación.
EMBU. Antes de llegar a Embu hacemos una última parada en Nañaki, donde se encuentra el segundo mercado más grande de África. Soy el único blanco y el punto de atracción de todas las miradas. Este país sigue siendo una nación fragmentada. Hay sitios a los que un blanco simplemente no va. ¿Integración? Quizá en algunos lugares de de Nairobi, pero en el resto del país simplemente no existe.
Enfoco con mi cámara el mercado y se me acerca gesticulando un negro reclamando 200 schillings por la foto. Wamai bromea con él y le comenta que parece un kikuyu por pedir dinero. Los kikuyus tienen fama de negociantes o peseteros entre el resto de las tribus. Nos encontramos en territorio de los luas y la broma surte su efecto. Sonríe y me autoriza a hacer las fotos que quiera: «yo no soy como los kikuyus». Un problema complejo el de las tribus. Algunos opinan que uno de los factores que ha contribuido a que Kenia sea un país relativamente pacífico se encuentra en el hecho de que estas tierras, a diferencia de otros países africanos, no han estado dominadas por una única tribu. El hecho de que coexistan varias tribus y razas parece que ha facilitado la convivencia. Kenia está formada por tres grandes grupos, los colonos ingleses y demás europeos, los indios –que llegaron para la construcción del ferrocarril a comienzos del siglo pasado- y los africanos. En todo caso, si bien ese hecho puede haber contribuido a disminuir los conflictos, lo cierto es que aquí se sigue contando la historia en función de la tribu a la que uno pertenece. Uno no es keniata, pertenece a la tribu aguerrida de los masai, a los comerciantes kikuyos, los intelectuales luas o a los kalenjín, la tribu de los pies de gacela, que tantos atletas ha dado al país.
Por fin llegamos a Embu y nos dirigimos directamente a la catedral. Es domingo y acaba de comenzar la misa. La catedral, construida por un arquitecto italiano, imita la forma del monte Kenia, omnipresente y venerado por todos. Según la leyenda. Dios, Ngai, creo al primer hombre, Gikuyu; le regalo una tierra de bellas selvas, largos ríos y la montaña de Kiriniaga, el monte Kenia, que Dios señaló como signo de su gloria. Y Dios mandó a ese primer hombre que construyera una aldea junto a unos grandes árboles, muguma. Al acercarse a ellos Gikuyu vio a la primera mujer, Mumbi, creada por Dios, y tuvieron nueve hijas, bellas y sabias.
Comienza la misa en la catedral. Los cantos, acompañados del ritmo del tambor, transmiten y dan un aire todavía más festivo a la celebración. Me fascina escuchar el canto de Ninasadiki, el Credo en kiswuahili. Ninasadiki significa «creemos». El coro canta las verdades de fe y el pueblo responde ninasadiki. ¡Creemos! En estas lejanas tierras ha pervivido la antigua fórmula del Credo, que tiene su origen en el rito bautismal. El símbolo de la fe es la fórmula acabada de las preguntas que se le hacían al catecúmeno antes de incorporarse a la Iglesia. ¿Crees en Dios, Padre Todopoderoso….? ¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios…? ¿Crees en el Espíritu Santo…? A las tres preguntas contestaba el bautizado con «credo» –creo–, después se le sumergía en agua.
El problema es la pobreza. La pobreza de los países pobres; la pobreza de la gente pobre; hombres, mujeres, niños que no tienen alimentación, ni vestido suficiente, ni una vivienda digna, ni atención médica, ni agua potable.
Este último es el Dios africano. Acompañamos al obispo a visitar a varias familias y por el camino nos comenta la dificultad que tiene en recaudar fondos para sus actividades pastorales: construir iglesias, formar a sus seminaristas, etc.
Cuando llega el momento de la comunión los feligreses se acercan a recibirla bailando; bueno, en realidad el movimiento no llega a tomar la forma de un baile en sentido estricto, se trata de una especie de ondulación, un paso seguido de un movimiento de la cadera hacia adelante y hacia atrás y a continuación otro paso, en todo caso es un ritmo muy alejado de nuestro andar tieso y estirado y que expresa de forma muy hermosa, con todo el cuerpo, la alegría de recibir al Señor.
Son detalles como éste, nimiedades, gestos triviales los que ayudan a descubrir el alma de un pueblo, sus secretos, su vida, su grandeza. Un acto aparentemente banal adquiere en estos parajes un significado denso y rico, si sabemos mirar, si aprendemos a contemplar. Pero la contemplación requiere sosiego, atención y predisposición a dejarse sorprender.
Es cierto que la colonización ha traído grados de bienestar nunca sospechados a estas tierras, pero a veces me asalta la duda de si en el camino no nos habremos dejado lo más importante. No es mi intención defender una imagen idílica e irreal de estas culturas, pero sí llamar la atención sobre determinadas riquezas espirituales, difíciles de medir, que aquí perviven todavía con gran fuerza. Qué diferente sería nuestro mundo si aprendiésemos a reconocerlas y protegerlas.
El europeo es alguien que se ha distinguido por la búsqueda de Dios, de certezas, de la verdad, de otras culturas, de nuevas tierras… Aquí en África, al igual que entre los semitas, lo que distingue a un pueblo es ser encontrado, haber sido elegido. Por un lado, un hombre «blanco» que busca a Dios, y a su lado un Dios que busca al hombre. Un pueblo que pregunta por Dios y un Dios que pregunta insistentemente por su pueblo.
–No me faltan recursos para financiar proyectos sociales, pero hoy en día nadie quiere dar dinero para las actividades pastorales, ni siquiera las ONG vinculadas a la Iglesia católica.
Toda una paradoja, la Iglesia, sin cuya voz no existirían gran parte de las obras de misericordia que hoy conocemos, no encuentra ayuda para seguir transmitiendo su mensaje. Parece que las únicas palabras que resuenan hoy en día son las de Bertolt Bretch, el poeta de los pobres: «Primero es comer, después la moral / Primero ha de poder también el pobre / Comer del gran pastel, no lo que sobre».
¡Hermosas palabras! ¿Quién se va negar a bendecirlas? ¿Cómo no reconocer el amargo reproche de Bretch ante la realidad durísima de la pobreza? Porque el problema es la pobreza. La pobreza de los países pobres, la enorme multitud de los países pobres; la pobreza de la gente pobre –que es la que importa–; hombres, mujeres, niños que no tienen alimentación, ni vestido suficiente, ni una vivienda digna, ni atención médica, ni, en muchos casos, agua potable, al menos agua potable en cantidades tranquilizadoras. Niños cuya expectativa de vida, no se sabe si afortunadamente, es muy corta. En conjunto, cientos de millones de seres humanos, quizá miles de millones de personas que viven o, más bien, malviven con el equivalente a un dólar diario, es decir bastante menos de lo que es necesario para mantener un perro. Y todo eso, en contraste lacerante con unos pocos que disfrutan y hacen ostentación, más o menos conscientemente, de esa diferencia. Basta acercarse a esa realidad, contemplarla aunque sea desde lejos, para sentir, con el poeta, una enorme desazón.
Pero father Muheria no tiene recursos para construir iglesias, para pagar los salarios de sus sacerdotes, para comprar evangelios. Hay sí, mucho dinero para programas sociales, para combatir el hambre, la falta de vivienda, de salud, pero nos hemos olvidado de los que tienen por misión convertir los corazones. Cada año marcha en peregrinación a Europa y Estados Unidos y pide a personas individuales de una lista confeccionada con ayuda de amigos y parientes. Llama a sus puertas y les cuenta sus necesidades, sus proyectos. ¡Con tres mil dólares puedo construir una nueva iglesia!
«Primero es comer, después la moral». ¿Quién puede negar este aserto? Quizá sólo aquel que «siendo rico se hizo pobre», el mismo que dijo «No sólo de pan vive el hombre». Por eso Bishop Muheria es optimista, porque sabe que esas iglesias, ese conjunto de piedras cargadas una a una por muchas mujeres con su nombre grabado en ellas, porque son las mujeres quienes siguen cargando, esos pedruscos colocados por los niños y enfermos de la comunidad, esas piedras rechazadas serán las que a los pies del monte Kenia den luz y esperanza a todo un pueblo… ¡y también el pan!