Denunciar la corrupción, un duro proceso para el denunciante

En una reunión de trabajo, el responsable de compras de una empresa comentaba su escepticismo respecto a los modelos de ‘compliance’. Ponía como ejemplo el del canal de denuncia de su anterior empresa, cuyo nombre no desvelaré por prudencia: “El canal de denuncias funcionaba perfectamente -ironizaba-, era automático, a los pocos meses de presentar la denuncia te llegaba la carta de despido”.

Lo cierto es que real o  no, la anécdota que explicaba aquel responsable se corresponde con la triste realidad de la situación de quienes, casi heroicamente, se han atrevido a denunciar irregularidades graves en sus empresa o en el sector público.

El pasado 23 de junio, un grupo de denunciantes, afectados por represalias como consecuencia de haber denunciado casos de corrupción en sus empresas y en la Administración, realizaron una concentración ante el Congreso de los Diputados exigiendo un estatuto de protección del denunciante. Sus reivindicaciones son puro sentido común, y se recogen en un texto que los propios afectados difundieron en medios públicos. Textualmente, exigían las siguientes medidas:

  • Una ley integral de protección a los denunciantes de corrupción.
  • La aplicación del código penal, así como el cumplimiento de las normas vigentes que nos protegen de las represalias a las que estamos sometidos desde hace años.
  • La investigación de nuestras denuncias, ya que muchas son archivadas sin siquiera abrir.
  • El reconocimiento y protección de los perjudicados por denunciar la corrupción, así como la indemnización y/o readmisión en sus puestos de trabajo de aquellos denunciantes despedidos o cesados.

España es uno de los pocos países de la Unión Europea que carecen de legislación en materia de protección del denunciante. Y eso en un país que no deja de empeorar en el Índice de Percepción de la Corrupción que publica anualmente Transparencia Internacional. En el año 2017, España figuraba en el puesto 42 de 180 países. Uno de los peores de la Unión Europea.

En el Parlamento, duerme el sueño de los justos, la Proposición de Ley del Grupo Parlamentario Ciudadanos de Ley Integral contra la Corrupción y de Protección del Denunciante cuya toma en consideración fue aprobada por amplia mayoría de la cámara sin que hasta la fecha haya convocado el debate y votación de la propuesta.

Mientras tanto, las consecuencias que sufren los denunciantes van desde el acoso laboral, el despido, la marginación laboral, social e incluso a ser ellos mismos quienes sufren acciones judiciales por parte de los denunciados.

Por todos es conocido el caso de Ana Garrido, denunciante en el Ayuntamiento de Boadilla (Madrid) y detonante de lo que sería el caso Gurtel. A Garrido se le reconoció judicialmente que había sido objeto de acoso laboral tras su denuncia con graves consecuencias para su salud.

Las consecuencias que sufren los denunciantes van desde el acoso laboral, el despido, la marginación laboral, social e incluso a ser ellos mismos quienes sufren acciones judiciales por parte de los denunciados.

O el de Azahara Peralta, ingeniera que denunció la aplicación de sobrecostes a la Administración en la empresa Acuamed. Fue despedida y hasta septiembre de 2017, más de dos años después, no se le reconoció la nulidad del despido y que había sufrido actos de hostigamiento por parte de la empresa.

En el marco de la Unión Europea, el pasado mes de mayo se presentó una propuesta de borrador de directiva europea de protección del denunciante (whistleblower) sobre la que en este mismo medio hizo una magnífica reseña nuestra compañera y abogada Katharina Miller (Vid. Los ‘whistleblowers’ o denunciantes siguen sin protección en España). El objetivo de la propuesta es que dar unos parámetros normativos a los estados miembros en materia de canales de denuncia y del estatus jurídico del denunciante, algo que en España no existe.

Con todo, y siendo necesaria la existencia de una ley que proteja al denunciante, uno de los principales problemas es que en el proceso penal en causas como las de corrupción se convierte en unas macrocausas que se eternizan en el tiempo, durante el cual el denunciante está expuesto. Si una causa de este tipo se prolonga 10, 12 o 15 años, es un tiempo en el que el denunciante es un mero testigo al que hostigar. Sin embargo, una vez dictada sentencia el acoso al denunciante pierde razón de ser. Dicho de otro modo, muerto el perro se acabó la rabia.

Tenemos un proceso penal decimonónico marcado sustancialmente por el principio de legalidad (nullum crimen, nulla poena sine lege), principio constitucional que implica que nadie puede ser condenado si no existe una ley que sanciona esa conducta. O explicado de otro modo, que solo un tribunal con todas las garantías puede imponer la pena, ya que los jueces son la garantía de aplicación de la Ley.

Con el tiempo, se ha ido matizando algo en principio de legalidad en favor de criterios de oportunidad que permiten que las partes (defensa y acusación) lleguen a acuerdos de conformidad en los que la defensa acepta un acuerdo de culpabilidad que se ratifica ante un juez.

El problema es que estos acuerdos de conformidad en el caso de delitos como el cohecho o el tráfico de influencias no pueden realizarse hasta el final de la fase de instrucción (fase de investigación en el que el juez de instrucción recaba las pruebas).

El caso de las diversas causas de Andalucía, el de los Eres, Mercasevilla, etc., es un buen ejemplo para entender el razonamiento que vamos a seguir aquí. Se trata de una macrocausa en la que se han llegado a tener a 265 personas investigadas, de las cuales solo de la causa separada de los Ere se correspondían 56 investigados de los cuales finalmente se han sentado en el banquillo a 22 acusados. En definitiva, años y años de instrucción.

En ese tiempo, el denunciante de buena fe se convierte en un peón a merced de un proceso largo y penoso en el que su único premio es la hostilidad, la marginación laboral y contar los años esperando a que algún día lo llamen como testigo en el juicio, si finalmente llega a celebrarse y no ocurre, como en algunos casos, que la causa se archiva con lo que todo sus sacrificio no ha servido para nada.

El denunciante de buena fe se convierte en un peón a merced de un proceso largo y penoso en el que su único premio es la hostilidad, la marginación laboral y contar los años esperando a que algún día lo llamen como testigo en el juicio, si finalmente llega a celebrarse.

Otra de las características de estas causas es que de una acaba surgiendo otra, de modo que la investigación de un caso acaba aportando información para otra causa separada y otra y otra. La posibilidad de aplicar criterios de oportunidad en el proceso desde el inicio acortaría los procedimientos sustancialmente.

La pregunta es ¿por qué no aprovechar esta dinámica en favor de agilizar el proceso?

Por ejemplo, en 2011 el Departamento de Justicia de Estados Unidos inició una investigación por presuntos delitos de cohecho en el ámbito de la FIFA. Pues bien, en lugar de pasar años hasta obtener pruebas de todos y cada uno de los casos de cohecho y sus múltiples actores, centró la investigación en el secretario general de la federación americana.

En apenas unos meses se firmó un acuerdo en el que el secretario, Chuck Blazer, aceptó su culpabilidad por varios delitos de cohecho. A cambio de una pena más leve, aceptó también colaborar con la investigación aportando datos e información. El Sr. Blazer pasó de acusado a denunciante, de hecho colaboró con la investigación obteniendo pruebas de sobornos en el seno de la FIFA mediante grabaciones con un micrófono oculto en colaboración con el FBI.

Asegurar el anonimato

Otra cuestión que surge habitualmente es el del anonimato de los canales de denuncia para evitar las represalias. Pero, ¿de qué sirve preservar el anonimato en el canal de denuncia si después el denunciante va a estar expuesto durante los 10 o 15 años que dura el proceso penal?

La Ley de Enjuiciamiento Criminal exige (art. 268) que en la denuncia conste la identidad del denunciante, impidiendo la posibilidad de denuncia anónima ante un Juzgado. Otra cuestión es que el denunciante lo sea en el sentido anglosajón whistleblower, un informante de las autoridades administrativas y, de facto, se convierta en un testigo de la acusación.

Para estos casos, sería conveniente reformar para dar cabida a estos supuestos, la LO 19/94 de protección de testigos y peritos en causas criminales que permite el anonimato de determinados testigos en causas criminales. En estos casos se permite los interrogatorios y pruebas necesarias pero preservando su imagen, identidad y datos de localización.

Sin embargo, la práctica nos dice que en muchos casos el anonimato es más formal que real. En muchos casos, aun preservando el anonimato el círculo de personas que conocen determinadas informaciones es demasiado cerrado como para preservar el anonimato.

Esto, nos lleva a la última cuestión, la de la recompensa económica para el denunciante. Una opción que sorprendentemente apenas tiene planteamiento en nuestro derecho penal y que parece tema obviado más por prejuicios basados en el hecho de que la denuncias es una obligación cívica, establecida además en el artículo 259 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que en necesidades reales de política criminal.

Nuestro derecho permite recompensar al delincuente que delata a otros partícipes en la corrupción con una rebaja de la pena, pero no permite recompensar económicamente al denunciante de buena fe que acaban condenados a la marginación laboral. ¿Tiene sentido?

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